Aquella tarde me disponía a ir al cine para ver cierta película protagonizada por Nicole Kidman que se me había escapado, en otras ocasiones, de mis cines habituales.
Pero el destino (y mi mala cabeza) quiso que me equivocara con los horarios de proyección, obligándome a decantarme por otra película.
Entre las que ya había visto, otras que no me apetecían y las ya empezadas, mis posibilidades quedaron reducidas a tres candidatas.
De repente sonó mi teléfono, al otro lado del aparato, la voz de mi progenitor me recomendaba que fuera a ver la última película de Nacho Vigalondo. Fue en aquel preciso momento cuando vinieron a mi cabeza las buenas críticas que había recibido la cinta en varios festivales de cine, las dificultades que había tenido para estrenarse y los elogios escritos por un amigo mío en la revista para la que trabaja. En ese instante, me decidí y una entrada para los Cronocrímenes.
A medida que avanzaba la historia del film, más me costaba entender la lógica que seguían los personajes, enormes fallos guión, esos absurdos intentos por engañar al espectador y sobretodo la mala elección del director al autodirigirse como actor. El gran parecido que guarda la cinta, con otras obras maestras del cine, del estilo de Mis dobles mi mujer y yo o Intacto, hicieron tambalear mi opinión sobre las críticas de mi amigo y lo peor… llegue a la conclusión del poco afecto que siente mi padre por mí, al enviarme a ver esta versión extendida de lo que podía haber sido un buen cortometraje, como esos a los que Vigalondo nos tiene acostumbrados.
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